miércoles, 24 de noviembre de 2010

BLANCA NIEVES/ANNE SEXTON/Traducción Patricia Rivas


No importa que vida lleves,

Ser virgen es una linda imagen:

mejillas frágiles como papel de arroz,

brazos y piernas hechas de Limoges,

labios como Vin du Rhone,

girando los ojos azul-china de muñeca,

abriéndose y cerrándose.

Abriéndose para decir,

buenos días mamá,

y cerrándose para esperar la embestida

del unicornio.

Ella es inmaculada,

tan blanca como el esqueleto de un pez.

Érase una vez una adorable virgen

llamada Blanca Nieves.

Se cuenta que tenía trece años.

Su madrastra,

una belleza en su propio estilo

consumida sin embargo por la edad,

no quería escuchar de nadie que sobrepasara su hermosura.

La belleza es una pasión muy primaria

pero, ¡ay amigos míos!,

al final ella bailará la danza del fuego con zapatos de metal.

La madrastra tenía un espejo al que le preguntaba

algo parecido al pronóstico del tiempo,

y que siempre la proclamaba

la más hermosa de la tierra.

Ella quería saber, mirándolo colgado en la pared,

¿quién era la más hermosa de todas?

El espejo contestaba:

Tú eres la más hermosa.

Ella, como envenenada, se convulsionaba de orgullo.

Inesperadamente un día el espejo replicó:

Reina, es verdad que eres una belleza suprema,

pero Blanca Nieves es más hermosa que tú.

Hasta entonces Blanca Nieves

había tenido la misma importancia

que la de una pelusa bajo la cama.

Pero de pronto la reina vio manchas de vejez en sus manos

y cuatro pelos arriba de sus labios,

y decidió condenar a Blanca Nieves a morir descuartizada.

“Tráeme su corazón, le dijo al cazador,

me lo comeré con sal”.

Sin embargo , el cazador dejó huir a su presa,

regresando al castillo con el corazón de un jabalí.

La reina lo devoró como si fuese un jugoso bistec.

“Ahora soy la más hermosa”, se dijo,

lamiendo sus delgados y blancos dedos.

Blanca Nieves caminó y caminó por el bosque salvaje

durante semanas, a lo largo de su trayecto encontró veinte pasadizos

y en cada uno había un lobo hambriento

con la lengua de fuera como un gusano.

Los pájaros la llamaban lascivamente, hablando como loros color de rosa,

y las víboras colgaban como aros

cada una enlazándose a su frágil y blanco cuello.

A la séptima semana, llegó hasta la séptima montaña

y ahí encontró la casa de los enanos.

Era tan graciosa como una cabaña para recién casados

y completamente equipada con siete camas, siete sillas,

siete tenedores y siete bacinicas.

Se comió siete higaditos de pollo,

y finalmente se acostó a dormir.

Los enanos, esas especies de hot dogs,

caminaron tres veces alrededor de Blanca Nieves,

la virgen durmiente.

Eran sabios y barbones como pequeños zares.

“Sí. Esto es un buen augurio”, dijeron, “y nos traerá suerte”.

Se pararon de puntillas para observar

su despertar.

Ella les habló acerca del espejo y de la reina asesina

y los enanos le pidieron que se quedara y se ocupara de la casa.

“Cuídate de tu madrastra”,

le dijeron.

“Pronto sabrá que estas aquí.

Durante el día, mientras estemos en las minas

no le abras la puerta a nadie”.

Mirando al espejo en la pared

el espejo contestó...

Y entonces la reina se vistió de harapos

y salió disfrazada como vendedora de listones

para atrapar a Blanca Nieves.

Atravesó las siete montañas,

llegó a la casa de los enanos

y Blanca Nieves abrió la puerta,

y le compró un poco de listón.

Rápidamente, la reina

lo amarró alrededor de su corpiño

tan apretado como una venda de yeso,

tanto que Blanca Nieves se desvaneció

cayendo al suelo como una margarita arrancada.

Cuando los enanos regresaron a casa le desataron el listón

y ella revivió milagrosamente.

Tan llena de vida como un refresco burbujeante.

“Cuídate de tu madrastra, le dijeron.

Ella lo intentará de nuevo”.

Mirando al espejo en la pared...

Una vez más, el espejo habló.

Una vez más la reina se vistió de harapos,

Y una vez más Blanca Nieves abrió la puerta.

Esta vez ella compró un peine envenenado,

Un curvado escorpión de ocho pulgadas.

Lo puso en su cabello y se desvaneció de nuevo.

Los enanos regresaron y le quitaron el peine,

Y revivió milagrosamente

abriendo los ojos tan desorbitadamente como Anita la huerfanita.

“Cuidado, cuidado”, le dijeron.

El espejo habló...

Y la reina regresó.

Blanca Nieves, conejita idiota, abrió la puerta nuevamente

y mordió la manzana envenenada

cayendo de nuevo al suelo, esta vez por última vez.

Cuando los enanos regresaron

no pudieron reanimarla.

Buscaron un peine entre su cabello,

pero no sirvió de nada.

También la bañaron con vino

y la frotaron con mantequilla,

pero tampoco sirvió de nada.

Siguió tan rígida como una pieza de oro.

Los siete enanos no fueron capaces de enterrarla

en la oscura tierra.

Finalmente decidieron construir un ataúd de cristal

e instalarlo sobre la séptima montaña,

de esa manera cualquiera que pasase por ahí

podría contemplar su hermosura.

Un día de junio, llegó un príncipe

y al ver a Blanca Nieves, decidió no moverse de ahí nunca más.

Permaneció tanto tiempo, que su cabello se volvió verde

y aún entonces siguió ahí.

Los enanos se apiadaron de él

y le entregaron a la inerte Blanca Nieves

con esos ojos de muñeca cerrados para siempre,

para que la conservara en su lejano castillo.

Cuando los sirvientes del príncipe transportaban el ataúd,

tropezaron y lo dejaron caer.

El pedazo de manzana salió de la boca de Blanca Nieves

reviviendo milagrosamente.

Fue así que Blanca Nieves se convirtió en la esposa del príncipe.

La malvada bruja fue invitada al banquete de bodas

y cuando llegó, le fueron atenazados unos zapatos rojos de metal,

parecidos a patines de ruedas.

“Primero los dedos de tus pies se quemarán

y tus talones se volverán negros

y quedarás frita de abajo a arriba como una rana”.

Y entonces bailó hasta quedar muerta.

Una figura subterránea

con la lengua saliendo y entrando

como la estela de un avión a propulsión.

Mientras tanto, Blanca Nieves reinó en la corte,

girando los ojos azul-china de muñeca

abriéndolos y cerrándolos,

y algunas veces interrogando al espejo

como acostumbran las mujeres.

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